viernes, 30 de octubre de 2009

Todo tiene un límite. Especial día de los Fieles Difuntos.

Foto: Ana Santos Payán

TODO TIENE UN LÍMITE de Juan Pardo Vidal

Improcedente. Me ha hecho usted perder el tiempo, dijo el juez sin admitir a trámite la denuncia que Alberto había interpuesto, por sadismo, contra el médico residente que lo había atendido días antes en una sala de urgencias.
Se lo tuvieron que llevar de la sala los alguaciles cuando, al oír la sentencia, empezó a vociferar que él tampoco quería perder el tiempo, que no quería perder el tiempo, que no quería perder el tiempo, se le oía decir cada vez más flojito mientras se lo llevaban, casi en la sillita de la reina, camino de los calabozos.
Y eso que, en los antecedentes de los hechos, le había contado a su señoría con todo lujo de detalles que, tres meses atrás, salvó de las garras de la muerte a un pulgoso gato callejero tuerto del ojo izquierdo, que respondía al nombre de “piratilla”. Que tras abalanzarse éste, por séptima vez, bajo las ruedas del coche del vecino, había quedado, esta vez sí, tendido sobre el asfalto con parte de la masa intestinal ligeramente desubicada, frente a su casa. Y que lo llevó al veterinario, que era familia suya (el veterinario), y que éste, sin mucho convencimiento le hizo un arreglillo y sin más se lo devolvió porque le estaba poniendo la consulta perdida de pulgas.
Le contó al señor juez que a la mañana siguiente fue a verlo al capazo que en el garaje, a unos metros de la casa, había colocado a modo de UCIG. Y que, para sorpresa de propios y extraños, en un par de días el gato comenzó a maullar por su cuenta, se hizo un hueco en el reino de los gatos vivos y se lamió pacientemente las heridas, como hacemos todos.
Para entonces su mujer le había recriminado, con los brazos en la cabeza, el detalle del gato (dada la alergia respiratoria severa que ella sufría a estos felinos) y le exhortó a que le trajese de la ferretería unos metros de manguera para poder baldear el garaje, al menos un poco, en un vacuo intento de ahogar a la tropa de pulgas que se había hecho fuerte en la estantería metálica del fondo.
A Alberto, que estaba muy sensible y que estaba en esos días, el tono del requerimiento de su mujer lo compungió sobremanera y lo de la manguera le pareció una metáfora de algo que no pudo desvelar. Aun así, se fue a la ferretería, compró seis metros de manguera verde con malla antinudos y se la llevó a casa. Pero, sin saber exactamente por qué, en lugar de insertarla en el grifo, la metió dentro del tubo de escape del renault. El otro extremo lo atrapó al subir la ventanilla del coche y se echó a dormir en el asiento delantero. Todo tiene un límite, pensó mientras arrancaba el motor del coche.
No pasaron ni cinco minutos cuando su mujer volvió del trabajo y, mientras abría la puerta de casa, escuchó al piratilla rascando con desasosiego la puerta de la cochera, y ante la duda se acercó a ver qué demonios le ocurría al maldito gato. En unos segundos lo comprendió todo.
Si pudiera ser sincera diría que durante una décima de segundo pensó, en un gesto de amor incondicional, que lo dejaría marcharse, lo dejaría irse tal y como él había elegido. Pero rápidamente lo desestimó y le salvó la vida arrancando la manguera de la ventanilla, como unas semanas antes hiciera él con el gato. A mala idea. El gato maulló satisfecho porque con sus arañazos en la puerta había cumplido su venganza y le ronroneó un poco alrededor de las piernas. Como recompensa recibió un puntapié. Así que abrió las puertas del vehículo y llamó al 061 dando gracias a dios (y a Ra) porque su marido, aún inconsciente (que lo era), seguía vivo. Sollozando intentó, esta vez sí, acariciar al gato, pero éste, por precaución felina, salió diciendo fu como el gato.
En diez minutos llegaron con la ambulancia de carreras a la puerta de urgencias y en menos de doce ya estaba intubado, monitorizado y atadas las manos con correas a la cama sobre una mesa de observación. El doctor que lo atendió dijo que llevaba dieciséis horas de guardia intentando salvar vidas y que ahora le traían a un hombre que no la quería. Así que le puso un par de jeringazos de no sé bien qué en el suero de la vía para asegurarse de que no se le muriese, y luego, quitándose el fonendoscopio, cuidadosamente se lo puso a Alberto, yaciente, en sus oídos, colocándole con una tira de esparadrapo la campana sobre el pecho para que pudiera oírse claramente el latido de su propio corazón. Todo tiene un límite, dijo mientras se alejaba amenazando a cualquier enfermera que osara quitarle el fonendoscopio del pecho.
Así pasé aquella noche, señor juez. Si eso no es sadismo, dígame usted señor, qué es.