Foto: Ana Santos Payán
Postales de este suelo
Pajarillo
La madre de un amigo encendió el extractor de humos de su cocina para que no se llenara la casa de olor a comida, pero el extractor no tiraba. Lo apagó y lo volvió a encender, pero la cosa no terminaba de arrancar, así que abrió la ventana y se resignó a no usarlo esta vez.
Cuando el padre de mi amigo volvió del trabajo para comer, se quejó de que toda la casa olía a comida y la madre le explicó lo que había pasado. El padre probó con el interruptor dos o tres veces, pero aquello no funcionaba. Se sentaron a comer y un rato después, el padre cogió un destornillador y empezó a desmontar la campana. Dentro del motor encontró un pajarillo moribundo que respiraba a duras penas. Lo sacaron y lo lavaron como pudieron, enjabonándolo bien para quitarle la grasa que tenía incrustada en el cuerpo y en las alas. Había zonas que tenían la grasa tan asimilada que les era casi imposible arrastrarla sin hacerle sangrar y no ahondaron demasiado para que no sufriera.
Lo extendieron en la terraza sobre una toalla para que el sol derritiera la grasa y esperaron a ver cómo evolucionaba. Al día siguiente, el pajarillo estaba mucho mejor. Toda la familia seguía pendiente y se agolpaba junto al lavabo del cuarto de baño para ver cómo el padre mojaba el cuerpecillo del pájaro. Lo volvieron a enjabonar y a aclarar, y los últimos restos negros de aceite quemado se desprendieron de sus plumas.
Tuvieron la paciencia de calentarlo con el secador de pelo y lo volvieron a dejar en la toalla. El pajarillo empezó a moverse por el suelo de la terraza y todos se pusieron muy contentos. Veían que ya era inminente que se fuera volando. Un rato después, mi amigo se acercó a la terraza para ver cómo seguía aquel pequeño visitante enfermo y avisó a sus padres y a sus hermanos. El pájaro había muerto. No había podido aguantar tanto cariño.
Antonio García Fernández, La eterna promesa, El Gaviero Ediciones, 2005.
Pajarillo
La madre de un amigo encendió el extractor de humos de su cocina para que no se llenara la casa de olor a comida, pero el extractor no tiraba. Lo apagó y lo volvió a encender, pero la cosa no terminaba de arrancar, así que abrió la ventana y se resignó a no usarlo esta vez.
Cuando el padre de mi amigo volvió del trabajo para comer, se quejó de que toda la casa olía a comida y la madre le explicó lo que había pasado. El padre probó con el interruptor dos o tres veces, pero aquello no funcionaba. Se sentaron a comer y un rato después, el padre cogió un destornillador y empezó a desmontar la campana. Dentro del motor encontró un pajarillo moribundo que respiraba a duras penas. Lo sacaron y lo lavaron como pudieron, enjabonándolo bien para quitarle la grasa que tenía incrustada en el cuerpo y en las alas. Había zonas que tenían la grasa tan asimilada que les era casi imposible arrastrarla sin hacerle sangrar y no ahondaron demasiado para que no sufriera.
Lo extendieron en la terraza sobre una toalla para que el sol derritiera la grasa y esperaron a ver cómo evolucionaba. Al día siguiente, el pajarillo estaba mucho mejor. Toda la familia seguía pendiente y se agolpaba junto al lavabo del cuarto de baño para ver cómo el padre mojaba el cuerpecillo del pájaro. Lo volvieron a enjabonar y a aclarar, y los últimos restos negros de aceite quemado se desprendieron de sus plumas.
Tuvieron la paciencia de calentarlo con el secador de pelo y lo volvieron a dejar en la toalla. El pajarillo empezó a moverse por el suelo de la terraza y todos se pusieron muy contentos. Veían que ya era inminente que se fuera volando. Un rato después, mi amigo se acercó a la terraza para ver cómo seguía aquel pequeño visitante enfermo y avisó a sus padres y a sus hermanos. El pájaro había muerto. No había podido aguantar tanto cariño.
Antonio García Fernández, La eterna promesa, El Gaviero Ediciones, 2005.
2 comentarios:
Sale muy guapo en esta foto.
Una vida sin una historia con un pájaro es menos vida, con certeza.
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