Todo ha sido como una reabsorción trillada por el tiempo que va transcurriendo, un canal de comunicación que, lamentablemente lo confieso, me ha hecho más receptor que emisor. Pero es que el canal mayor proviene de esa escritura que Eduardo Moga sabe hacer e impulsar o, mejor, catapultar para llenar nuestra fascinación y embeleso. Me ha nutrido lo confieso, porque nada existe tan eficaz para la felicidad del lector que una infinita carga de palabras colocadas con arte en el hilo del discurso poético. Nada entusiasma más a la conciencia que ponerse delante de un poema cargado del esplendor del lenguaje que, como bien se asienta, sirve para los estremecimientos. Nada más apetecible que ese sentimiento de aceptación de lo que se ve escrito en el libro, como si una psicología misteriosa viniera hasta uno y lo preparara para los esplendores.
Eduardo Moga, con harta gentileza, me envió desde Barcelona, España, una pequeña parte de su producción literaria, entre ella, un hermoso libro editado con lujo y creación, que guarda en su interior un conjunto de pequeños poemas, haikús japoneses, que el autor ha denominado "Los haikús del tren", por haberlos concebido "en el mundo hermético y pasajero del ferrocarril". Dice Moga: "escribí estos 104 haikús a finales de 1999 y principios de 2000, y su composición demuestra, una vez más, que la literatura es imitación. Aquel invierno estaba yo traduciendo al castellano una antología de poemas japoneses a la muerte, en su mayoría haikús. Me sedujo la firme delicadeza de aquellos versos- que hasta entonces apenas había visitado- y quise aventurarme en su redacción". Ciertamente, tiene esa literatura lejana y extraña un sortilegio de imitación y calco sorprendentes, porque no es en Moga en quien ha ocurrido aisladamente el fenómeno de querer asimilar la concepción de tan breves poemas, sino que, como si el haikú fuese una profecía o una revelación de estados interiores, nos ha ocurrido igual y hemos querido escribirlos, como también suelen hacerlo los que se colocan ante su pequeño y remoto altar y lo hacen oración o letanía, porque por ser tan breves en su estructuración métrica, 17 sílabas escasamente, más que una oración son una letanía ritual, un chispazo interior de creación, un resplandor onírico o breviario entrecortado que manifiesta una idea con la fuerza misma de una consagración. Asienta Moga en el prefacio: "el tren, pues constituido durante casi una hora diaria en síntesis del mundo, me llenaba los ojos de imágenes. Y eran esas imágenes, y los momentos encarnados en ellas, lo que yo quería expresar en palabras". Tan es así que exclama deslumbrado y adsorto: "veo, entre azules, el desorden inmóvil de las encinas". Es cierto, si observamos esa sumisión del poeta ante el paisaje, que lo reproduce descriptivamente y lo demarca con precisión en cada pequeña enunciación, es decir, en cada haikú. Lo exalta el paisaje cinético y dice: no se oyen pájaros, sino el zureo gris de los metales.
Los haikús de Eduardo Moga son exquisitos. Tienen que serlo porque están concebidos con el ardor de una pasión sin tregua, con la grande mirada de quien sabe mirar y escudriñar desde el interior, desde la armonía que se establece entre el sujeto y el objeto, cuando el objeto es la plenitud de las cosas del mundo para el sujeto poeta que mira y remira con ganas de recrear cada una de esas percepciones. Para la concepción del haikú la mirada es imprescindible, la condición sine qua non, la propuesta que "vende" lo que se posiciona delante. El acierto del haikú se gesta si se sabe mirar y condensar la imagen, si la violencia del impacto se convierte en la dulce violencia del poema. El poeta del haikú, sin duda, sabe ver y desentrañar de las nimiedades las mejores imágenes del orbe, las atrapa o captura y deviene entonces la revelación. Moga domina ese secreto. Su poesía se hace entonces fulgurante.
Fuente: Diario El Tiempo, Venezuela.
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