Si cada libro de poesía contiene la posibilidad de un país, puede que un chorro de sangre seca componga la bandera adecuada para Epidermia, el debut de Sara R. Gallardo en el panorama lírico joven. Que no cunda el pánico. Epidermia es un digno asalto a las múltiples voces que un autor ha de habitar antes de atarse al mástil de la propia, pero también un catálogo de ausencias y de pladur, de ventanas que no se cierran del todo y dan la bienvenida a los insectos en invierno. Sabe el lector desde el principio que no hay nada gratis en Epidermia, y quizá eso lastre un tanto al conjunto, demasiado solemne, preocupado en celebrar un paradójico aislamiento actualizado, táctil, aparentemente incapaz de levantar la mirada de las ruinas inevitables y proponer una huida, porque el dolor es un agradecido lugar de debate.
Soledad, desarraigo, culpabilidad, confrontación con el mundo. No hay otro campo de juego que no sea el de la propia piel. Sara R. Gallardo devora la cáscara del huevo pese a sus aristas. Una piel irritada tras el placer. La difícil convivencia con el recuerdo revisitado, casi siempre puesto bajo sospecha. Las madres/ (ahora lo sé)/ nunca entraron a buscarnos. Las carencias culturales de una infancia suburbana. Pero ¿Estaba la solución en las bibliotecas de los otros niños?
Muero porque me arrojo [...]/porque quiero vivir en el fuego, escribió Vicente Alexaidre.
Dividido en tres partes: Cuaderno de Rastrojos como entrante salado, Historial que ilustra un Internet con su desengaño a domicilio, y la incómoda conciencia de las Cartas Mitológicas, Epidermia supera al personaje de Bruce Willis, y lo hace sin metralleta, pese a manejar bazookas en direcciones contrarias. Descalza ante una jungla de cristales rotos no duda en zapatear como un b-boy febril. Epidermia es sobre todo un sacrificio ritual que adquiere forma de confesión. Pero si la poesía confesional aspira a ser algo más que una mera purga, esta tiene que venir dotada de imagenes solventes. Así es como el poemario consigue abrirse paso entre zarzas. Y es que en Epidermia se puede leer que la piel conduce a lo ajeno, que es mejor morir de sed que de lenguas nómadas, que aún queda tanto deseo/ en medio de toda esta/ tristeza de sal, y de repente esa bandera herida empieza a tener sentido. Unas imágenes que progresivamente se van apeando de la sintaxis, creando un discurso sincopado, el de alguien desnudo que afila un hacha, sin saber qué quiere o debe hacer con él.
La edición del Gaviero, en su colección Troquel, es tan singularmente frágil como la situación en entredicho del soporte físico de los libros, y sin embargo esta fragilidad se convierte en su razón de ser, en una defensa del libro como monumento físico a lo que guarda, una oda a las texturas, a lo no digitalizable.
Epidermia nos devuelve la duda de si es más bella la hemorragia que la cicatriz.
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