Rítmicos maullidos
Por Jaime Siles
La literatura tiene fauna y flora propia, como las ciudades que se precien, jardines, parque y zoo. El zoo de la literatura está integrado por animales en los que los hombres proyectan sus fantasmas. En sus jaulas más prestigiosas están el passer de Catulo, el tigre de Blake, la pantera de Rilke, el lagarto de Lorca, la serpiente de Aleixandre, los perros de Alberti y los gatos de Baudelaire, primos hermanos de los de Luis Felipe Comendador, Pilar Paz Pasamar y Miguel García-Posada.
Los gatos de la poesía son -como los de la realidad- rápidos y silenciosos. De ahí la dificultad de ponerles un nombre. Eliot lo sabía y de ahí la primera de aquellas composiciones suyas que acabaron convertidas en un clamoroso éxito musical: «Ponerle nombre a un gato, no te asombres / es cosa complicada y no banal. / Seguro que piensas que estoy muy mal, / pero es que un gato ha de tener tres nombres».
Estos tria nomina se explican porque «los gatos / que son muy soberbios, / han de emplear apodos contundentes / que les ayuden a ir entre las gentes / con paso firme y sin perder los nervios». Pero el nombre tercero, el que -por ser sagrado- constituye un secreto, es «el nombre más profundo: / el que les sirve para amar el mundo».
Humor inteligente. Este primer poema programático -del que Bonilla ha hecho una recreación brillante- expone la materia de este libro: su tema y el tono, que invita tanto a la sonrisa cómplice como a un humor inteligente basado en códigos, claves y cifras que -como el autor- también el traductor sabe explotar. Exploración lingüística del pareado en «Una gata muy gorda» -un texto que es una canción y que utiliza el estribillo- y dominio del cuadrante de la estrofa en «Último episodio de Tigre Fiero», un poema excelente que narra con precisión las aventuras de un felino cuyos ojos «venden miedo», y en el que se practica con soltura la tmesis que tanto gustaba a Fray Luis.
En el siguiente -«Rum Tum Tuggen»- se opta por la sintaxis del verso más que por la de la estrofa, y se propone soluciones con alguna rima fácilmente mejorable, pero que mantienen tanto el carácter y condición del texto como su ágil y cómica musicalidad.
«La canción de los melifluos» contiene hallazgos como éstos -«Dedican el día a aseo y descanso, / se secan las patas con mucho cuidado, / lavan sus orejas hasta que en el cielo / asoma la luna meliflua brillando»- y, sobre todo, éstos: «Los gatos melifluos son blancos y negros / los gatos melifluos de poco tamaño, / los gatos melifluos, la luna en sus ojos, / los gatos melifluos brincando en sus zancos».
Veloces y eficazmente descriptivos son los versos de «Mungojerrie y Rumpelteazer», que destacan por su natural suavidad y la sapiencia de su máxima: «Pues discutir carece de sentido». La misma artificiosa y natural fluidez discursiva recorre «Deuteronomio el Viejo», en el que los coloquialismos a lo Jules Laforgue articulan el núcleo emocional del mismo.
Muy lograda es la fonación en «De la terrible batalla entre pequineses y pollicles, donde también se cuenta la participación de pugs y poms y la intervención del gran gato Jaleo» con la divertida acotación «En la ocasión que ahora se presta a ser narrada / hacía una semana que no pasaba nada» y la asonancia «ladran ladran ladran ladran / hasta que en todo el parque sólo se oyen sus palabras».
Luz de cristal. Dúctil y ajustada es «El señor Mistoffeless», descrito como «pequeño, negro y de alma inquieta / de las orejas hasta la cola», que «es capaz de meterse en una grieta / y sostenerse con una pata sola». Lo mismo podría decirse del verso largo de «Macavity, el gato misterioso» y de «Gus, el gato del teatro», uno de los poemas más interesantes por la melódica dicción obtenida con los recursos de la lengua coloquial aquí muy bien intensificada, como lo está también la cartografía urbana aplicada al gato de etiqueta Bustopher Jones o «la luz de cristal verde» que brilla en los ojos de «Skimbleshanks, el gato del tren», cuyas funciones y atributos, más que enumerarse, se relatan.
Los dos últimos poemas logran, por distintos caminos, mantener y seguir en el mismo sistema y nivel de esta dicción con -y a partir de- la cual Bonilla ha creado un universo paralelo, en parte similar y, en cierto modo, autónomo. Lo que lo convierte en coautor de los gatos de Eliot, porque coautor -y, en este caso, me atrevería a decir que también autor- es el traductor que, recreando, crea. Algunos pensarán que esto no es traducción en sentido estricto, pero no estoy muy seguro de que no lo sea en su sentido clásico.
Eliot había hecho en Cats no un libro de poemas sino un artefacto lírico-dramático que acabó convertido en un musical. Bonilla ha sido fiel al espíritu y ha reescrito su libreto, salvando su gracejo y manteniendo, en lo posible, su sabor y su propiedad. Eso y la belleza de las ilustraciones de Laia Arqueros, que lo acompañan, hacen de este exquisito libro un auténtico placer poético e intelectual.
Los gatos de la poesía son -como los de la realidad- rápidos y silenciosos. De ahí la dificultad de ponerles un nombre. Eliot lo sabía y de ahí la primera de aquellas composiciones suyas que acabaron convertidas en un clamoroso éxito musical: «Ponerle nombre a un gato, no te asombres / es cosa complicada y no banal. / Seguro que piensas que estoy muy mal, / pero es que un gato ha de tener tres nombres».
Estos tria nomina se explican porque «los gatos / que son muy soberbios, / han de emplear apodos contundentes / que les ayuden a ir entre las gentes / con paso firme y sin perder los nervios». Pero el nombre tercero, el que -por ser sagrado- constituye un secreto, es «el nombre más profundo: / el que les sirve para amar el mundo».
Humor inteligente. Este primer poema programático -del que Bonilla ha hecho una recreación brillante- expone la materia de este libro: su tema y el tono, que invita tanto a la sonrisa cómplice como a un humor inteligente basado en códigos, claves y cifras que -como el autor- también el traductor sabe explotar. Exploración lingüística del pareado en «Una gata muy gorda» -un texto que es una canción y que utiliza el estribillo- y dominio del cuadrante de la estrofa en «Último episodio de Tigre Fiero», un poema excelente que narra con precisión las aventuras de un felino cuyos ojos «venden miedo», y en el que se practica con soltura la tmesis que tanto gustaba a Fray Luis.
En el siguiente -«Rum Tum Tuggen»- se opta por la sintaxis del verso más que por la de la estrofa, y se propone soluciones con alguna rima fácilmente mejorable, pero que mantienen tanto el carácter y condición del texto como su ágil y cómica musicalidad.
«La canción de los melifluos» contiene hallazgos como éstos -«Dedican el día a aseo y descanso, / se secan las patas con mucho cuidado, / lavan sus orejas hasta que en el cielo / asoma la luna meliflua brillando»- y, sobre todo, éstos: «Los gatos melifluos son blancos y negros / los gatos melifluos de poco tamaño, / los gatos melifluos, la luna en sus ojos, / los gatos melifluos brincando en sus zancos».
Veloces y eficazmente descriptivos son los versos de «Mungojerrie y Rumpelteazer», que destacan por su natural suavidad y la sapiencia de su máxima: «Pues discutir carece de sentido». La misma artificiosa y natural fluidez discursiva recorre «Deuteronomio el Viejo», en el que los coloquialismos a lo Jules Laforgue articulan el núcleo emocional del mismo.
Muy lograda es la fonación en «De la terrible batalla entre pequineses y pollicles, donde también se cuenta la participación de pugs y poms y la intervención del gran gato Jaleo» con la divertida acotación «En la ocasión que ahora se presta a ser narrada / hacía una semana que no pasaba nada» y la asonancia «ladran ladran ladran ladran / hasta que en todo el parque sólo se oyen sus palabras».
Luz de cristal. Dúctil y ajustada es «El señor Mistoffeless», descrito como «pequeño, negro y de alma inquieta / de las orejas hasta la cola», que «es capaz de meterse en una grieta / y sostenerse con una pata sola». Lo mismo podría decirse del verso largo de «Macavity, el gato misterioso» y de «Gus, el gato del teatro», uno de los poemas más interesantes por la melódica dicción obtenida con los recursos de la lengua coloquial aquí muy bien intensificada, como lo está también la cartografía urbana aplicada al gato de etiqueta Bustopher Jones o «la luz de cristal verde» que brilla en los ojos de «Skimbleshanks, el gato del tren», cuyas funciones y atributos, más que enumerarse, se relatan.
Los dos últimos poemas logran, por distintos caminos, mantener y seguir en el mismo sistema y nivel de esta dicción con -y a partir de- la cual Bonilla ha creado un universo paralelo, en parte similar y, en cierto modo, autónomo. Lo que lo convierte en coautor de los gatos de Eliot, porque coautor -y, en este caso, me atrevería a decir que también autor- es el traductor que, recreando, crea. Algunos pensarán que esto no es traducción en sentido estricto, pero no estoy muy seguro de que no lo sea en su sentido clásico.
Eliot había hecho en Cats no un libro de poemas sino un artefacto lírico-dramático que acabó convertido en un musical. Bonilla ha sido fiel al espíritu y ha reescrito su libreto, salvando su gracejo y manteniendo, en lo posible, su sabor y su propiedad. Eso y la belleza de las ilustraciones de Laia Arqueros, que lo acompañan, hacen de este exquisito libro un auténtico placer poético e intelectual.
3 comentarios:
¡viva¡
felicidades a los artistas. y casi al crítico por su felicidad...
y a los edis.
besooooosss
De acuerdo de la primera a la última palabra.
¡Olé!
Jo, qué bien¡¡¡, a mí me encanta¡¡¡ además resulta que mi gato se llama mefistófeles¡¡¡
Puse una entrada entonces:
http://degradantetren.blogspot.com/2008/04/el-libro-de-los-gatos-sensatos-de-la.html
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