sábado, 11 de septiembre de 2010

Poesía para el 11-S

Foto: Ana Santos Payán

Alabanza para la sección 100

para los 43 afiliados de la Sección 100 del Sindicato de Trabajadores de Hoteles y Restaurantes, que trabajaban en el restaurante Windows on the World y que perdieron sus vidas en el ataque contra las Torres Gemelas


¡Alabanza! Alabado sea el cocinero rapado

y tatuado en el hombro con la palabra Oye,

un puertorriqueño de ojos azules con familia en Fajardo,

un puerto de piratas siglos atrás.

Alabado sea el faro de Fajardo, una vela

que brilla blanca para rendir culto al oscuro santo del mar.

¡Alabanza! Alabada sea la gorra amarilla de los Piratas de Pittsburgh

que el cocinero lucía en nombre de Roberto Clemente, y su avión

incendiado en mitad del océano cargado con latas para Nicaragua,

para todas esas bocas que sólo masticaban cenizas de seísmos.

¡Alabanza! Alabada sea la radio de la cocina, conectada

antes que el horno, para que la música y el español

subieran antes que el pan. Alabado sea el pan. ¡Alabanza!


Alabado sea Manhattan desde lo alto del piso 107,

como una Atlántida vislumbrada desde un acuario antiguo.

Alabados sean los ventanales de la cocina donde los inmigrantes

entornaban los ojos y casi veían su mundo, y oían el canto de las naciones:

Ecuador, México, República Dominicana,

Haiti, Yemen, Ghana, Bangladesh.

¡Alabanza! Alabada sea la cocina matutina,

donde el gas brillaba azul en cada fogón

y los extractores disparaban sus diminutas hélices,

las manos cascaban huevos con rápidos pulgares

o descuartizaban cajas de cartón para levantar un altar de latas.

¡Alabanza! Alabada sea la música del ayudante, el tintineo

de la vajilla y la cubertería en el barreño.


¡Alabanza! Alabado sea el fregón, el friegaplatos

que trabajó esa mañana porque otro friegaplatos

no dejaba de toser, o porque necesitaba horas extra

apilando sacos de arroz y frijoles para una familia

que flotaba a la deriva en alguna isla caribeña plagada de ranas.

¡Alabanza! Alabada sea la mesera que escuchaba la radio en la cocina

y cantaba para sí misma sobre un hombre que se fue. ¡Alabanza!


Despúes del trueno más salvaje que el trueno,

despúes del profundo temblor en el vidrio de los ventanales,

despúes de que la radio callara como un árbol lleno de ranas aterradas,

despúes de que la noche reventara el dique del día e inundara la cocina,

por un tiempo brillaron los fogones en lo oscuro como el faro de Fajardo,

como el alma del cocinero. Alma, digo, aunque los muertos no puedan hablarnos

de los pelos erizados en la barba de Dios, porque Dios no tiene rostro,

alma, digo, para nombrar a los seres de humo lanzados en constelaciones

a través del cielo nocturno de esta ciudad y de ciudades venideras.

¡Alabanza!, digo, aunque Dios no tenga rostro.


¡Alabanza! Cuando la guerra comenzó, desde Manhattan y Kabul

dos constelaciones de humo se levantaron y se acercaron a la deriva,

mezclándose en el aire helado, y una dijo en afgano:

–Enséñame a bailar. No tenemos música aquí.

Y la otra contestó en español:

Yo te enseñaré. Música es todo lo que tenemos.


Martín Espada, de Soldados en el jardín, El Gaviero Ediciones.

(Traducción: Diego Zaitegui y Pedro J. Miguel).


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