Huellas de un fuego glacial
"Pan para la princesa"
de Elise Plain
Elise Plain "Pan para la princesa", El Gaviero Ediciones, España, 2011 Colección Troquel 12 |
“la nieve es nieve pero quema”
Octavio Paz
Inyectada de un fulgor existencial y concebida desde un enigmático desdoblamiento del lenguaje, la poesía de Elise Plain abre surcos en donde el silencio deposita sus convulsiones vitales para ofrecernos la partitura de un cielo interior que lucha por hacerse con la fecundidad del tiempo. * me gustan las canicas no me gusta la eternidad (p. 21).
Instintiva y nómada, su escritura desafía las fronteras habituales y se adentra en un incesante riesgo estilístico que mantiene en vilo la respiración del texto. Su voz parpadea y cruje como el fuego y a su vez se derrite y solidifica como la nieve. Operación híbrida que nos deja el paisaje de una sombra luminosa, las huellas de un fuego glacial. * no es nieve es espuma blanda lo que encuentro bajo la piedra dura entre pitidos duros entre olores calientes entre brisa que no es nieve es/ brisa fría nada más pero nieve, también. (p. 26).
“Pan para la princesa” sorprende primero por la singularidad musical de su título, una tonalidad naïf que esconde en su aliteración el conjuro inicial de un ofrecimiento, una ofrenda que se postergará a lo largo del libro a manera de quemaduras y ungüentos, de descubrimientos y ausencias. De esta forma, los primeros versos del libro nos remiten casi a una escena de iniciación: comer pan azul en las manos de un loco. Morder el pan, el fruto del delirio, el desencadenamiento de una revelación: * mi pedazo de locura es mi pedazo de ser (p.26).
La imagen del pan se hace presente desde la primera página y se adentra en todo el libro a manera de fantasma intermitente. Elise logra modificar la referencia directa del pan para catapultarla hacia una dimensión simbólica. El pan deja de ser un alimento para convertirse en algo más, y ese algo más será uno de los temas centrales del libro: la comunión con lo sagrado, el descubrimiento de nuestro propio ser en un cuerpo ajeno; y de ahí el caos, la separación, la ausencia, la tristeza en bocados azules.
A medida que avanzamos en la lectura descubrimos que el tratamiento del espacio se bifurca hacia dos direcciones. Por un lado, acudimos a un escenario, un espacio delimitado lleno de efervescencia, de repertorios musicales: The Cure y sus ángeles tamizados; y por el otro, tenemos un cosmopolitismo que nos lleva a Cantabria, Madrid, Nueva York, Santiago, San Francisco, París, etc. Es así que se establece un contraste entre Escenario/Ciudad, Realidad/Evocación.
La inserción súbita de distintos personajes dentro del poemario hace despertar la incógnita de saber quiénes son y en qué medida no es la propia autora la que se refugia en esos espectros, en esas máscaras poéticas que a ratos nos dejan pasajes tan lúcidos como la descripción de La chica del metro o la de La silla de Lines. ¿Ana, Ulises, Rosilda, Elise? Quizá un juego de perspectivas en donde las apariciones son los reflejos de una misma carne, la carne de esa ex-bailarina que se baña en el mar, imagen de la purificación del cuerpo como templo de la alegría, imagen de un baño bautismal que disuelve la tristeza y nombra todos los cuerpos en uno.
En ciertos momentos se aprecian destellos que nos remiten a la Canciones de inocencia y de experiencia de William Blake. Ese paso existencial entre la inocencia azul y la siniestra madurez negra que Elise enhebra a través de su conciencia poética. Conciencia que prefiere las canicas y la intensidad de un instante de rock, dando la espalda a la eternidad y sus arrugas amarillas. En la niñez no hay tiempo, sólo hay instantes. La inocencia consiste en no ser tiempo. La inocencia se pierde cuando cobramos conciencia del paso de las horas y con ella la aparición de dos rayos fulminantes: el del amor y el de la muerte. “Pan para la princesa” es un glacial que avanza porque ha sido tocado por uno de esos rayos, es una lengua de plata que se enrosca sobre sí misma para reconciliarse con su armonía primitiva. Tal vez por eso para Elise no hay amor sin música, tal vez por eso lloro de alegría por la mujer y de tristeza por la niña. (p. 40).
Cabe resaltar también la utilización del color azul, un color que en su momento fuera la médula cromática y simbólica del modernismo hispanoamericano y del que Elise se vale para ofrecernos un erotismo sutil y desconcertante. Esto, aunado a las distintas distribuciones y juegos tipográficos y a la idealización del cuerpo como paisaje, nos dan la idea de estar frente a un pergamino sensorial. En colores, trazos y texturas,por momentos Elise es Monet, Franz Marc y Jean Dubuffet.
Las aceleraciones y los aislamientos rítmicos que posee el poemario hacen que el lenguaje en ocasiones se adelgace hasta estrangular una sola palabra y darnos la idea de cuarzos translúcidos que se suspenden como copos en su soledad vertical. Y es entonces cuando la escritura se desgrana como nieve coagulando el peso semántico de cada palabra:
palidez
instrumento
universo
tejido
to stroke
temperatura
soneto
tree
percebe
tragedy
edad
telaraña
pasolini
follaje… (p. 32)
De igual forma, la acertada utilización de los diminutivos y las inserciones de textos en otras lenguas, nos revelan una suerte de ternura y polifonía que subrayan la energía verbal de la que fluyen los versos.
¿Diario mutilado, collage polifónico, mail-art, epístola diseccionada, poema-río? Las nomenclaturas y los encasillamientos sobran cuando lo que refulge es un caudal de palabras que se adentra en nosotros como una nieve sonora: *(Me gustaría no saber cómo es la nieve para escucharla mejor pero ya hay ruido de nieve en mi cabeza) (p. 26).
El aliento instintivo con el que se hilvana todo el libro parece emanar de la propia naturaleza infantil. Una naturaleza que preconiza la hostilidad febril con que la princesa se adentra en el sexo y en la inquietante contemplación de los fémures de un lobo estepario. Esta fuerza animal está representada por un verso tan hermoso como revelador: . Porque la danza de las hormigas es muy salvaje de niña arañaba las paredes en busca de señales feroces (p. 36).
Como sucede con toda obra, los hallazgos y las señalizaciones se nos presentan en su totalidad inagotables y un tanto más inabarcables. La reflexión sobre una obra nace de la imposibilidad de poder descifrar ilimitadamente todo el resplandor que se esconde bajo su abrigo de letras. No creo en las verdades ni en los juicios estéticos que condicionan el gusto antes del paladeo, en cada lectura debemos ir desnudos al encuentro con la palabra y volver manchados de tinta y signos con los que dialogar. Esto es lo que he intentado hacer aquí. Esto que dejo no son sino las huellas de un fuego glacial, las quemaduras de una nieve que Elise Plain nos comparte de forma tan lacerante como hipnótica.
Finalmente, aunque toda nuestra existencia no sea sinouna carta mal escrita, es esa carta, al fin y al cabo, la que hace posible que tengamos existencia. Y que en eso, hermosamente, se nos vaya toda la vida.
1 comentario:
Me gusta, pero no creo que sea una obra sencilla de entender y de apreciar.
Sara M.
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